De niño soñaba con convertirme en protagonista de mis propias aventuras. Anhelaba emular a Daniel Boone recorriendo los legendarios territorios del lejano oeste, navegar a las órdenes de Sandokán, el temible Tigre de Malasia, deambular por las heladas tierras del Yukón y de Alaska acompañando a los protagonistas de los relatos de Jack London, o penetrar en las intrincadas selvas africanas acompañando a Tarzán, pero sobre todo hubo una historia, la de Robinson Crusoe, que me hechizo desde la primera vez que la leí.
En 1.704 el capitán del barco Cinque Ports abandonó en una isla desierta al marino escoces Alejandro Selkirk, se lo tenía merecido por sus continuas desobediencias y peleas con la tripulación. Con tan solo una Biblia, un cuchillo, un fusil, un hacha, una libra de pólvora, un poco de tabaco y una caja con algo de ropa tuvo que sobrevivir los 4 años y 4 meses que duro su estancia en la isla hasta que fue rescatado por el navío pirata, Duke.
Cuando el escritor inglés Daniel Defoe conoció la historia pensó que sería un buen argumento para un relato de aventuras y creo a un personaje ficticio llamado Robinson Crusoe. Por cierto, este era el nombre de uno de sus compañeros de colegio. La primera edición se publicó en 1.715 sin nombre de autor, así los lectores pensarían que se trataba de unas memorias auténticas.
Llegar hasta la Isla de Robinson Crusoe, que forma parte del archipiélago de Juan Fernandez, no resultó ser un viaje ni rápido, ni cómodo. Partí de Santiago, la capital chilena, en una pequeña avioneta Piper Navajo y durante aproximadamente dos horas y media sobrevolamos las negras aguas del Océano Pacifico. Tomamos tierra sobre una polvorienta pista, cogí mi mochila y tuve que caminar durante unos veinte minutos hasta una recogida bahía donde me subí a una pequeña lancha que me llevó hasta San Juan Bautista, la única localidad habitada de la isla y qué junto a la isla de Alejandro Selkirk, la Isla de Santa Clara y algunos pequeños islotes forman el archipiélago de Juan Fernández.
La isla fue descubierta en el año 1.574, precisamente por un marino llamado Juan Fernandez y bautizada como Mas a Tierra y durante siglos fue refugio de piratas. En este lugar es donde Alejandro Selkirk, el marino escoces, personaje real, fue abandonado.
El archipiélago está declarado como Parque Nacional y reconocido por la UNESCO como Reserva Mundial de la Biosfera y sin duda la isla de Robinson Crusoe cuenta con numerosos atractivos.
Quizás os resulte extraño, pero me gusta visitar los cementerios, de eso ya escribiré en otro momento, y en esta ocasión el cementerio de la isla es de obligada visita ya que allí se encuentra la historia más reciente de este singular territorio. Es recomendable hacerlo con un buen guía, yo lo tuve, y así pude conocer las historias de algunos de los allí enterrados, como por ejemplo el suizo Alfred Von Rodt, un auténtico colono de la isla allá por el año 1.877, la fascinante historia del Dresden un navío alemán al que su capitán decidió hundir el 14 de marzo de 1.915 antes que rendirlo a la Marina Británica, algunos de sus supervivientes decidieron quedarse a vivir en la isla y al morir años más tarde fueron allí enterrados. También merece la pena ascender hasta el Mirador Selkirk, donde según cuentan, se situaba cada día el marino escoces oteando el horizonte esperando divisar algún barco salvador, la Cueva de los Patriotas, lugar donde fueron deportados por las autoridades españolas algunos gobernantes chilenos en 1.815, y también el Cerro Centinela, donde me contaron la simpática historia del burrito Eusebio, aquel que cada vez que veía acercarse por el mar el buque de la Armada chilena que arribaba a la isla cargado de provisiones, huía despavorido a sabiendas que le tocaría acarrear todas aquellas mercancías.
Hubo muchos momentos entrañables y conocí a gente muy interesante durante los días que pasé en aquella isla perdida. Converse mucho con el millonario norteamericano Bernard Kaiser, ese que está empeñado en encontrar el tesoro supuestamente enterrado en la isla por Juan Esteban Ubilla en 1.714, realice preciosos paseos, comí ricos pescados y langostas y bucee junto a lobos marinos. Si de niño había soñado con emular a Robinson Crusoe, ahora a pesar de no haberme convertido en un náufrago solitario, al menos si había tenido la oportunidad de pisar la isla donde él había sobrevivido. Ya sabemos que Robinson Crusoe fue una leyenda y que nunca existió, pero a mí y a estas alturas del viaje eso ya no me importaba tanto.
Por cierto, Daniel Defoe viajo por España, por tierras gaditanas, entre 1.680 y 1.685. Por aquella época todo el mundo conocía en nuestro país, la historia real de un náufrago español, Pedro Serrano, que durante ocho años estuvo en una pequeña isla de lo que hoy es el archipiélago colombiano de San Andrés, y cuyo islote en homenaje al naufrago, se llama Cayo Serrano. A tanto llego la fama del desdichado marino, que por cierto escribió sus memorias y que se encuentran en el Archivo General de Indias en Sevilla, que el mismísimo emperador Carlos V le recibió en audiencia y recompenso con una pensión de 4.000 ducados además de regalarle tierras en Panamá.
Años más tarde, tanto el Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios Reales de los Incas y Emilio Salgari en su relato La Capitana del Yucatán narran las peripecias de Pedro Serrano. Quizás Daniel Defoe se inspiró mucho más en las aventuras y desventuras de nuestro compatriota, habida cuenta de las muchas coincidencias que existen entre los dos relatos, que en las del marino escoces. Pero con los ingleses ya se sabe…… Ahí lo dejo.
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